Ariadna, las tormentas íntimas reprimidas y cómo ligar en tiempos de coronavirus

 

Sergio W. Tenis

En estos tiempos de coronavirus la gente guapa —qué subjetivo y, al mismo tiempo, qué preciso y aborrecible es el término—, como siempre, no tendrá problemas al respecto. Subirán sus perfiles a las aplicaciones móviles y pronto tendrán una cola de personas dispuestas a arriesgar la salud con tal de compartir la noche con los dueños de esas fotografías enmarcadas por playas balinesas.

 

Ariadna, desolada, se cuestiona su futuro sexual. (Angelica Kauffmann, 1774)

 

 

¿Pero qué será de los que tenemos rostros singulares, con personalidad, una belleza menos encuadrada en el rígido molde impuesto por la moda? Sabemos, por experiencia, que publicitarnos en tales redes carnales no nos sirve para nada. Nos deslizan hacia la izquierda, no atrapamos ningún mensaje y lo único que conseguimos es sentirnos todavía más solos.

En la “antigua normalidad” contábamos con una serie de factores favorables que sólo se pueden encontrar en bares abarrotados. Entre el ruiderío podíamos cautivar a quien se acodara en la barra a nuestro lado con una frase acertada, dicha de corazón, sembrando una semilla de interés. Y —esto también lo sabemos por experiencia— si nutrimos esa semilla con cariño y perseverancia es posible conseguir que florezca el amor.

Por desgracia, en el futuro próximo deberemos saludar tocándonos los codos y mantenernos a dos reglamentarios metros de distancia. Nos veremos obligados a hablarle a esa potencial pareja a lo lejos, gesticulando y haciendo muecas con nuestras feas caras. Eso no es lo peor. Lo peor es que si incluso con todos estos inconvenientes ocurre el milagro y el beso es inminente, no podremos acatar las condiciones higiénicas exigidas. Será necesario escudarse bajo protecciones absurdas. Surgirán empresas fabricantes de mascarillas profilácticas, de condones linguales y de tapones nasales de látex cuyo éxito podrá favorecer a la economía, pero no al erotismo.

Para qué engañarse, el pronóstico es funesto. No quedará más remedio —entre tantos ardores amorosos, tanta tormenta íntima reprimida— que meternos bajo cubierta, como Ariadna en altamar ante los desaires de Teseo, o aferrarnos al palo mayor, como Odiseo con las esquivas sirenas, hasta capear el temporal y que todo este remolino pasional quede atrás, desvaneciéndose entre las efervescencias del ponto.

Serán meses duros, pero resistiremos.

Finalmente, con los genitales marchitos por el nulo contacto con el de nuestros congéneres, sin que exista adrenalina para ovarios ni desfibrilador testicular capaz de resucitarlos, por fin estaremos completamente en calma. Y gracias a este nuevo sosiego, una vez llegada la “nueva normalidad” podremos sacarnos tranquilamente los zapatos en casa junto a la estufa eléctrica, escuchar un buen disco, rebelarnos contra las incandescencias biológicas mirando la foto de nuestros lejanísimos amores pasados hasta pulverizarnos los ojos.

Resistiremos olvidando los antiguos bares y el sexo. Y —¡ánimos!—, cuando creamos que las circunstancias nos han doblegado, que hemos perdido toda esperanza y que el mundo se oscurece, veremos la luz al final del túnel. Seguramente será un tren que viene de frente para darnos la bendita paz.

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