Agustín de Hipona
El francés Marcel Proust (1871-1922) no recibió el Premio Nobel de Literatura. Tampoco Franz Kafka, ni Virginia Woolf, ni James Joyce, ni Jorge Luis Borges, ni Fernando Pessoa, ni Julio Cortázar, ni Antón Chéjov… Esto nos da el nivel de lucidez de los miembros que conforman el jurado de tan eminente premio.

Pero no vamos a hablar de ese jurado ni de la inmensa obra del autor de una de las cumbres de la literatura europea: En busca del tiempo perdido, compuesta de siete volúmenes [Por el camino de Swann (CS); A la sombra de las muchachas en flor (S); El mundo de Guermantes (MG); Sodoma y Gomorra (SG); La prisionera (P); La fugitiva o Albertina ha desaparecido(F); y El tiempo recobrado (TR)].
Proust no era un filósofo; pero no es necesario ser un filósofo para reflexionar sobre los múltiples aspectos de la vida, más aún, cuando un escritor se embarca en la inmensa tarea de basarse en los recuerdos que se esconden en la mente para recobrar el tiempo que se fue, el tiempo perdido, el tiempo que no podremos recuperar.
Y nada mejor que acudir a algunos fragmentos que aparecen en los relatos de esos siete volúmenes de En busca del tiempo perdido para que nos aproximemos a su concepción de dos conceptos potentes que subyacen en todos nosotros: el tiempo y la memoria, es decir, los recuerdos que hemos archivado a lo largo de nuestra existencia y que nos explican momentos del transcurrir de un tiempo íntimo, subjetivo e intransferible.
Paso, pues, a presentar una selección aleatoria de párrafos, indicando al final de los mismos las obras en las que se encuentran por las letras mayúsculas que he puesto entre paréntesis.
“El hombre no tiene la longitud de su cuerpo, sino la de sus años. Debe arrastrarlos con él cuando se mueve, tarea cada vez más enorme y que acaba por vencerle” (TR).
“Con adolescentes que duran un número suficiente de años es con lo que la vida hace ancianos” (TR).
“Cada cual, según su edad, conoció momentos distintos, y la discreción de los ancianos impide a los jóvenes formarse una idea del pasado y abarcar un ciclo entero” (MG).
“Los días de antaño recubren poco a poco los que les precedieron y a su vez quedan sepultados por los que les siguen. Cada día de antaño ha quedado dispuesto en nosotros como en una inmensa biblioteca donde hubiera, entre los libros más viejos, un ejemplar que sin duda nadie irá a pedir jamás” (P).
Marcel Proust vivió solo 51 años; sin embargo, contemplaba con melancolía el devenir del tiempo, de modo que el futuro era un camino hacia la ancianidad, hacia un tiempo todavía no escrito, y en el que los recuerdos se almacenan, se arrastran, como parte de una memoria inútil, ya que a los más jóvenes no les interesa.
Sin embargo, Proust, en otros momentos, echa de menos el relato de los ancianos para que quienes les siguen puedan hacerse una idea del ciclo completo que es la vida. Entre la necesidad de explicación y el desinterés por los más jóvenes, cada cual va construyendo su ruta marcada por las sombras de la incertidumbre.
“Nuestros recuerdos nos pertenecen, pero solo a la manera de aquellas propiedades que tienen pequeñas puertas ocultas que ni siquiera nosotros conocíamos y que algún vecino nos abre, de manera que, al menos por un lado por el que nunca habíamos entrado, nos encontramos de nuevo en casa” (F).
“El pasado no solo no es fugaz, es que no se mueve de sitio” (MG).
“Si nuestra vida es vagabunda, nuestra memoria es sedentaria” (TR).
“A los trastornos de la memoria van ligadas a las intermitencias del corazón. Sin duda es la existencia de nuestro cuerpo, que nos parece un recipiente en el que estaría encerrada nuestra espiritualidad, lo que nos induce a suponer que todos nuestros bienes interiores, nuestras alegrías pasadas, todos nuestros dolores, están perpetuamente en nuestra posesión” (SG).
Ciertamente, a medida que avanzamos, a medida que crecemos, sin ser conscientes de ello, vamos construyendo la memoria de lo que hemos sido, que es la que explica y da sentido a lo que somos ahora. Bien es cierto que, como poéticamente dice Proust, en esa memoria hay ‘puertas’ no conocidas y que son otros los que nos las abren. Son puertas que muchas veces corresponden al tiempo de la infancia y de la adolescencia, épocas en las que todavía no había asomado la capacidad de introspección o de reflexión sobre uno mismo.
Necesariamente, son otros los que en algunos momentos nos aclaran hechos pasados sobre los que no teníamos suficientes datos para dar una interpretación lo más ajustada posible de aquellas imágenes que confusamente asomaban en nuestra mente. Y eran como puertas que se nos abrían e iluminaban la oscuridad de borrosos recuerdos.
“Cuando hemos pasado cierta edad, el alma del niño que fuimos y el alma de los muertos de los que surgimos vienen a lanzarnos a puñados sus riquezas y sus maleficios, pidiendo cooperar con los nuevos sentimientos que experimentamos y en los que, borrando su antigua efigie, los refundimos en una creación original” (P).
“El ser que yo seré después de mi muerte no tiene más razones de acordarse del hombre que soy desde mi nacimiento, de las que tiene éste de acordarse de lo que fui antes de nacer” (SG).
“Nuestro más justo y cruel castigo por el olvido total, tranquilo como el de los cementerios, con el que nos hemos alejado de aquellos que ya dejamos de amar, es que entrevemos este mismo olvido referido a aquellos que aún amamos” (F).
Y llegará el momento en el que, finalmente, nosotros también acabemos convertidos en recuerdos. Seremos memoria y tiempo pasados que quedarán en la mente de algunos que hemos querido y que nos han querido a lo largo de nuestra la vida.