Agustín de Hipona

Aunque parezca mentira, hay gente en pleno siglo XXI que todavía cree que la Tierra es plana; y no me estoy refiriendo a ninguno de los pueblos primitivos que se encuentran aislados de la civilización en medio de parajes casi inaccesibles, como podrían ser los del Amazonas. No, son personas que, como usted y como yo, hacen uso de internet, se conectan a las redes sociales, reciben las últimas noticias que se producen en cualquier parte del mundo y compran con regularidad por Amazon.
Pero el problema no solo reside en que crean que la Tierra en la que habitamos sea plana, sino que, además, se jactan de ello sin ningún tipo de inconveniente, como si los argumentos que se esgrimen en contra de esta absurda teoría nacieran de comunistas o de mentes totalitarias que quieren controlar la libertad que ellos defienden a capa y espada.
En principio, esto no debería suponer ningún problema puesto que cada cual es libre de pensar como le dé la gana. Sin embargo, los terraplanistas, los que niegan el cambio climático, los antivacunas o, por ejemplo, los seguidores de QAnon, son individuos que basan su modo de pensar en que la realidad la construye uno mismo, que no hay que someterse a la dictadura de la ciencia ni a los falsos argumentos que nacen de la razón y/o de la experiencia empírica.
A los primeros, de nada les sirve el que ya dispongamos de fotografías tomadas desde satélites y en las que vemos a nuestro planeta, de color azul por la atmósfera que lo rodea, como una perfecta esfera flotando en el espacio. Todo ello son trucos de laboratorios.
Personalmente, me resulta difícil entender que haya gente que se niegue a aceptar lo que ya son evidencias científicas. No obstante, para que comprendamos cómo es posible que permanezca una idea tan arcaica de la planicie de nuestro planeta conviene echar una mirada retrospectiva a la historia del pensamiento y de la ciencia para poder penetrar en la mente arcaica o infantilizada de estas personas.
Acudo, pues, a un fragmento de El nacimiento del pensamiento científico del físico Carlo Rovelli para remontarnos a los inicios del pensamiento racional.
“Todas las civilizaciones humanas han pensado que el mundo está formado por el cielo arriba y la Tierra abajo. Debajo de la Tierra, para que no se caiga, tiene que haber tierra, hasta el infinito; o una gran tortuga que descansa sobre un elefante, como en algunos mitos asiáticos; o columnas gigantescas, como las que se mencionan en la Biblia. Esta imagen del mundo la comparten las civilizaciones egipcia, china o maya, las de la India antigua y el África negra, los hebreos de la Biblia, los indios de América, los antiguos imperios babilónicos y el resto de las culturas de las que tenemos noticia.”
La creencia de que la Tierra era plana y que se sostenía por distintos medios era defendida por todas las civilizaciones antiguas menos una: la griega.
Así, en la Grecia antigua, cuna de la filosofía, por primera vez se pensó que nuestro planeta podría ser una gran roca que flotaba en el espacio. Por los datos que disponemos, esta idea parte del filósofo Anaximandro, nacido en el siglo VI a.C. en la ciudad de Mileto, que se encuentra en la costa occidental de Turquía. Con este pensamiento tan revolucionario se inicia un largo camino en la historia para la comprensión del Universo.
A lo largo de los siglos, no sería fácil llegar a demostrar empíricamente que la idea de la planicie de la Tierra era falsa, sino que, además, se trataba de un planeta que gira alrededor del sol. Esto que hoy nos parece obvio, y aunque no lo podamos experimentar directamente por medio de nuestros sentidos, estamos totalmente convencidos de ello por las numerosas pruebas aportadas a través de los siglos.
Hemos de tener en cuenta que los avances en la comprensión del Cosmos, hasta muy recientemente, han estado en “el ojo del huracán”, es decir, han sido duramente castigados, puesto que cuestionaban los dogmas de las distintas religiones que concebían a la Tierra como el centro del Universo.
Serían dos grandes investigadores de los siglos XVI y principios del XVII: Nicolás Copérnico, en Polonia, y Galileo Galilei, en Italia (la imagen de este segundo aparece al comienzo), quienes vinieron a explicar que la Tierra era un planeta más que giraba alrededor del sol.
Es de todos sabido el juicio al que fue sometido Galileo por el Tribunal de la Santa Inquisición, por lo que no le quedó más remedio que retractarse públicamente, so pena de verse sometido a una condena del terrible tribunal. Quien no se retractó fue el teólogo Giordano Bruno, quien creía que las estrellas que poblaban el cielo eran también soles alrededor de los cuales existirían planetas similares al nuestro y con posibles vidas humanas. Giordano Bruno fue quemado públicamente el 17 de febrero de 1600 en Roma.
Un paso más adelante en la comprensión del Universo se produce en pleno siglo XVII, puesto que en 1624 nacería en Woolsthorpe, una pequeña aldea de Inglaterra, uno de los grandes genios de la humanidad: Isaac Newton. Ya había quedado arrinconada la idea de que la Tierra era plana, puesto que esto solamente lo podían creer gentes iletradas que se guiaban por sus experiencias directas y los relatos que recibían sin que los cuestionaran.
La grandeza de Newton reside en que estableció las leyes físicas de la mecánica clásica. No obstante, se le recuerda especialmente por la ley de la gravitación universal, de modo que con ese criterio comienza a entenderse que las leyes que rigen en la Tierra son las mismas que existen en todo el Universo.
Nos situamos, finalmente, en el siglo XX, en el que se encuentran dos de las mentes más brillantes que ha dado el género humano: Albert Einstein y Stephen Hawking.
En los inicios de este siglo ya se conocía la inmensidad del Cosmos. No obstante, se creía que todo el Universo era nuestra galaxia, la Vía Láctea, formada por cientos de millones de estrellas a enormes distancias entre ellas. Pronto se comprobó que serían miles de millones de galaxias las que existían en el Universo, por lo que no nos queda más que asombrarnos al saber que somos una pequeña parte de esta infinitud en la que nos encontramos.
Vuelvo al principio para indicar que cada cual puede pensar como le parezca bien. El problema aparece cuando la irracionalidad en auge de los denominados terraplanistas se une a la de los antivacunas y a los que niegan el cambio climático, formando parte de los movimientos de extrema derecha que se extienden por distintos países, aunque, de momento, se haya frenado a un líder del irracionalismo político: Donald Trump.
Y es que cuando se traspasan los límites de las meras opiniones y se acercan al fanatismo social, respaldado por peligrosos dirigentes de extrema derecha, se convierten en auténticas bombas contra la salud y el bienestar públicos. Son gentes verdaderamente peligrosas, dado que se ubican en lo que el teólogo y escritor Juan José Tamayo llama La internacional del odio. A lo que yo añadiría como ‘La internacional de la estupidez congénita’.
En realidad, para la cultura helena, la esfericidad de la Tierra era un hecho obvio desde el siglo V a.d.n.e. Se hicieron muchísimas demostraciones empíricas de ello, entre las cuales quizá la más conocida sea la realizada por Eratóstenes en el siglo 3 a.d.n.e. desde Alejandría, al relacionar las medidas de un edificio con su sombra proyectada para calcular el ángulo formado con el plano de la eclíptica en donde están el sol y la ciudad de Siena. Antes de esto, Aristóteles ya haboa dado algunos argumentos importantes. Posteriormente, es muy conocido el trabajo de Aristarco de Samos, quien demostró la teoría heliocéntrica que desgraciadamente no tuvo el mismo peso que la ptolemaica geocéntrica fue la influyente hasta bien entrada la Edad Media (de hecho hasta Copérnico)
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En la antigüedad estaba bastante claro que la Tierra no era plana. Hay dos evidencias que lo prueban: lo último en observarse en el horizonte es el mástil de un barco y las sombras de dos palos de igual altura en lugares distantes a la misma hora son diferentes. Este último efecto sirvió para estimar el radio de la Tierra.
Ahora bien, lo del heliocentrismo era una teoría residual y la descripción por epicicloides compuestas era la dominante. Aristóteles tuvo que recurrir a unas 55 epicicloides, si mal no recuerdo, para describir el movimiento de Neptuno. Realmente funciona esa descripción, pero es farragosa. Había dos hechos que refutaban el heliocentrismo: no se observaba paralaje con el Sol y al dejar caer un objeto llegaba justo en línea recta. Si la Tierra se moviera caería un poco separado y no al pie de la torre desde la que se dejara caer. Estos dos hechos se explican por la corta distancia al Sol y por la atracción gravitatoria arrastra el movimiento de caída, respectivamente. Pero había que esperar a la teoría de la gravitación para poder dar explicación a esto.
De hecho, hay una carta de Kepler en la que describe el movimiento elíptico de los planetas alrededor del Sol como un artificio matemático. Es decir, afirmaba que tal cosa no puede suceder, por lo anterior que comentaba, pero que simplificaba enormemente los cálculos de predicción de movimiento de los planetas.
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