Agustín de Hipona
Sin lugar a duda, Albert Einstein es el científico mundialmente más famoso de los últimos tiempos. Su imagen de sabio con pelo blanco revuelto y amplio bigote se ha difundido por todos los rincones del planeta. Pero, aparte de las contribuciones que los grandes científicos han realizado al campo del saber humano, siempre se ha tenido interés en conocer sus creencias u opiniones en cuestiones relacionadas con la religión.

Puesto que Einstein no publicó ninguna obra sobre esta materia, sino que sus ideas y creencias se hayan dispersas en cartas, declaraciones o artículos, para conocerlas me remito a la última obra del escritor y periodista Christopher Hitchens en la que recogía el pensamiento de distintos autores que abordaban el fenómeno de la religión. También, me apoyo en el magnífico libro Einstein, el gozo de pensar de la física francesa Françoise Balibar.
Comienzo por las convicciones de Albert Einstein con el fragmento de una carta que escrita el 4 de abril de 1949 dirigió a otro gran físico, el danés Niels Bohr (Premio Nobel de Física), y en la que decía:
“Querido Bohr, le agradezco de todo corazón el trabajo que tan amistosamente se ha tomado en tan insignificante ocasión [se refería a su septuagésimo cumpleaños]. En cualquier caso, esta es una ocasión que no depende de la cuestión crucial de saber si Dios juega o no a los dados, y si debemos limitarnos a una realidad accesible a la descripción que de él pueda dar la física”.
La expresión de Albert Einstein “Dios no juega a los dados”, que aparece en la carta dirigida a Niels Bohr, y que en algunas ocasiones había empleado, fue tomada por algunos creyentes como la manifestación de que el genio alemán, a su modo, también lo era. No se molestaron en saber que era una locución metafórica que él usaba para cuestionar la mecánica cuántica y el principio de incertidumbre que los jóvenes físicos, encabezados por Werner Heisenberg, defendían y en los que se afirmaba que es imposible medir simultáneamente la posición y el movimiento de una partícula subatómica. Lo cierto es que los postulados de Heisenberg no encajaban con los de su teoría general de la relatividad, por lo que acudía a esta metáfora para rechazarlos.
Tras haber utilizado esa expresión, no se cansó insistentemente en aclarar que él no creía en un Dios personal. Veamos, pues, algunas de sus explicaciones, comenzando por las declaraciones que fueron recogidas y publicadas por Helen Dukas y Banesh Hoffman en su libro Albert Einstein, the Human Side:
“Era mentira, por supuesto, lo que leyó sobre mis convicciones religiosas, una mentira que se repite sistemáticamente. Yo no creo en un Dios personal; es algo que no he negado nunca, sino que lo he expresado claramente. Si dentro de mí hay algo que se pueda llamar religioso es la admiración ilimitada a la estructura del mundo en la medida en que puede revelarla la ciencia”.
Al poco tiempo de haberle escrito la carta citada a Niels Bohr, aclara otra vez su posición a M. Berkowitz en una misiva que le dirige, el 25 de octubre de 1950, y en la que le dice:
“Mi postura sobre Dios es la del agnóstico. Estoy convencido de que una conciencia muy intensa de la importancia primordial de los principios morales para la mejora y el ennoblecimiento de la vida no necesita la idea de un legislador, y menos de un legislador que se basa en la idea de recompensas y castigos”.
También en el libro de Dukas y Hoffman insiste en su rechazo a la idea de un poder divino que premia y castiga a los seres que hubiera creado:
“Me resulta inconcebible un Dios que recompensa y castiga a sus criaturas, o que tiene una voluntad como la que percibimos nosotros en nuestro interior. Otra cosa que no entiendo es que un individuo sobreviva a su muerte física; ni lo entiendo ni me gustaría, porque este tipo de ideas son para los miedos y el egoísmo absurdo de los espíritus débiles. A mí me basta con el misterio de la eternidad en la vida, y el presentimiento de la maravillosa estructura de la realidad, junto al sincero empeño por entender una parte, por ínfima que sea, de la razón que se manifiesta en la naturaleza”.
En sus últimos años de su vida, Albert Einstein publicó en la revista Science, Philosophy and Religion un texto de tres páginas titulado Out of My Later Years en el que, a partir de sus reflexiones, explica la razón de las creencias religiosas de los seres humanos:
“Durante el período juvenil de la evolución espiritual de la humanidad, la fantasía humana creó dioses a imagen del propio hombre, dioses que supuestamente determinaban el mundo de los fenómenos o, en todo caso, influían en él a través de los actos de su voluntad. El hombre intentaba ganarse su favor mediante la magia y la oración. La idea de Dios en las religiones que se enseñan actualmente es una sublimación de aquel concepto antiguo de los dioses. Su carácter antropomórfico se observa, por ejemplo, en el hecho de que los hombres apelen rezando a un Ser Divino, y rueguen por el cumplimiento de sus deseos”.
En una carta dirigida en 1953 a un pastor baptista que le interrogaba sobre sus principios éticos, ya que no entendía que pudiera existir una moral si no hay un ser superior que premie o castigue los actos humanos, le respondió: “Yo no creo en la inmortalidad del individuo, y considero que la ética es un asunto exclusivamente humano, sin ninguna autoridad sobrenatural detrás”.
Para completar el contenido de la escueta frase anterior, acudimos de nuevo al libro de Dukas y Hoffman en el que podemos leer:
“La labor más importante del ser humano es buscar la moralidad en sus actos. Es de lo que depende nuestro equilibrio interno, y nuestra propia existencia. La moralidad en nuestros actos es lo que puede conferir belleza y dignidad a la vida. Quizás la principal tarea de la educación sea convertirlo en una fuerza vital, e inscribirlo claramente en las conciencias. Hay que evitar que los cimientos de la moral dependan de algún mito o estén ligados a alguna autoridad, debido al riesgo de que las dudas sobre el mito o la legitimidad de la moral pongan en peligro los cimientos del buen juicio o de la acción correcta”.
Uno de los dilemas que se le plantean al ser humano cuando contempla y reflexiona sobre la naturaleza y el universo es si existe un sentido o finalidad en los mismos que pudiera darle una explicación a su propia existencia. Sobre este punto, nos dice lo siguiente:
“Nunca he atribuido a la naturaleza un sentido o un objetivo, ni nada que pudiera entenderse como antropomórfico. Lo que veo en la naturaleza es una magnífica estructura que solo podemos entender de manera imperfecta, y que a una persona que piense debe llenarla de un sentimiento de humildad. Se trata de un sentimiento auténticamente religioso, que nada tiene que ver con el misticismo”.
Para cerrar, y ante el temor en ciertos sectores que genera el conocimiento que nos proporcionan la razón y los avances de la investigación científica, vienen bien estas palabras suyas, publicadas en Science, Philosophy and Religion, y que sintetizan el horizonte ético en el que, según Einstein, se moverá el ser humano en el futuro:
“Cuanto más avanza la evolución espiritual de la humanidad, más seguro estoy de que el camino de la verdadera religiosidad no pasa por el miedo a la vida, el miedo a la muerte y la fe ciega, sino por la búsqueda del conocimiento racional”. Para cerrar esta breve incursión por las ideas de Albert Einstein, recordemos que quien fuera el gran genio del pensamiento científico había nacido el 14 de marzo de 1879 en la ciudad alemana de Ulm. Sus padres, Hermann y Pauline, eran judíos laicos, es decir, que no se sentían identificados con ninguna de las ramas del judaísmo religioso. Vivió 76 años, ya que falleció en 1955 en la ciudad de Princeton, una vez que se había nacionalizado estadounidense, después de una vida entregada a la ciencia, lo que dio lugar a una extensa y apasionante obra que modificó la visión que tenemos del universo y de los fundamentos de la materia y la energía.