Agustín de Hipona
Hay grandes autores, sea en el campo de la literatura o en el de la filosofía, cuyas vidas han estado marcadas por padres autoritarios e, incluso, tiránicos, como es el caso de Franz Kafka, o de madres opresivas (que también las hay), como le sucedió e Emil Cioran.

Quien haya leído la Carta al padre de Franz Kafka, una de las grandes cumbres de la literatura europea del siglo veinte, sabrá a lo que me estoy refiriendo. Y lo más probable es que al lector de esta misiva de no muchas páginas, una vez finalizada su lectura, le embargue el sentimiento de que lo último que hubiera deseado en esta vida es tener un padre de esa índole, porque acaba aplastándole emocional y psicológicamente.
Es sabido que su existencia en su Praga natal estuvo marcada por la soledad y el tormento interior. Basta leer la citada misiva para entender cómo un padre tiránico llegó a anularle, de modo que en su madurez se encontraba en lucha permanente entre los deseos de emancipación de esa figura paterna y la necesidad del calor humano que le fue negado.
Lógicamente, no voy a hacer ningún resumen de ese texto, ya que no tendría sentido. Sin embargo, me parece oportuno realizar un extracto de sus escritos para que comprendamos cómo su obra estuvo profundamente ligada a su ámbito emocional: un espíritu siempre en conflicto, lo que le condujo a sucesivas crisis de angustia, agotamientos intelectuales, insomnios y presagios de locura.
Para acercarnos a ese complejo y desolador mundo interior, presento algunas frases o párrafos extraídos de sus cartas, así como de sus diarios o de algunos de los relatos más significativos del gran autor checo.
“Vivo con mi familia, entre seres excelentes y dignos de ser amados, como un extraño entre extraños” (Carta a Felice Bauer).
“Ahora soy más inseguro de lo que jamás fui. Solo siento la violencia de la vida. Y estoy en un vacío sin sentido. Realmente soy como una oveja perdida en la noche que vaga por la montaña, o como una oveja que sigue a esa oveja” (Diarios).
“Insomnio. Ya la tercera noche seguida. Me duermo con facilidad, pero despierto transcurrida una hora, como si hubiera introducido mi cabeza en el agujero erróneo. Ahora estoy completamente despierto. Ante mí está de nuevo el trabajo de dormirme y me siento rechazado por el sueño” (Carta a Milena).
“Me aislaré de todos hasta la inconsciencia. Me enemistaré con todos, no hablaré con nadie” (Diarios).
La anulación psicológica por parte de su padre le condujo a un agudo sentimiento de culpa que dominó toda su existencia. Pero ese sentimiento, como una planta que se agarra al ser doliente, estaba conformado por muchas ramificaciones de culpabilidad: la de contravenir una ley desconocida o inexistente; la que nace de la propia autoinculpación; la de no responder a las esperanzas familiares, especialmente a los deseos de un padre despótico; la derivada del pecado y de la expiación, como resultado de su pertenencia a una familia judía.
Hemos de entender que no se comprende bien la obra de Kafka si no se penetra en el fenómeno de la culpa, maligna hiedra que se apodera del individuo que la padece y que no le permite una vida en paz consigo mismo.
“Cuando era niño no dejaba de hacerme reproches, con tu conformidad, porque no iba lo suficiente al templo, no ayunaba, etc. No creía cometer con ello ninguna injusticia contra mí, sino contra ti, y la conciencia de culpa, que siempre estaba al acecho, me invadía por completo” (Carta al padre).
“Estoy condenado, y no solo estoy condenado hasta el final, sino que también estoy condenado a defenderme hasta el final” (Diarios).
“Solo yo tengo la culpa. Consiste en poseer muy poca verdad de mi parte, demasiada poca verdad, la mayoría mentira, mentira causada por el miedo a mí mismo y a los hombres… La mentira es horrible, no hay tormento espiritual más maligno” (Carta a Milena).
“Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, ya que fue detenido por la mañana sin haber hecho nada malo” (El proceso).
“Algunas veces, cuando regreso de la fábrica a casa por la noche o por la mañana, en el caso de un turno de noche, creo expiar mis pecados pasados y futuros con el dolor de mis huesos” (Cuadernos en octavo).
También la muerte siempre se encuentra de manera presente en su vida y en sus escritos, obsesión que le perseguía de continuo. Sin embargo, en su obra literaria conviene distinguir entre morir y la muerte: la agonía o forma de morir, descrita de modo desgarrador, provoca indignación por su banalidad, por su vulgaridad; en cambio, la muerte se presenta como el final de la existencia terrenal, como una liberación de la prisión que, a fin de cuentas, es la liberación de este mundo.
“El mundo horrible que tengo en la cabeza. Pero cómo liberarme y liberarle sin tener que desgarrar. Y es mil veces mejor desgarrar que retenerlo o enterrarlo en mi interior. Por eso estoy aquí, eso me es del todo claro” (Diarios).
“¿Te asusta pensar en la muerte? Yo solo tengo un miedo horrible al dolor. Por lo demás, uno se puede aventurar a la muerte” (Carta a Milena).
“El suicida es el preso que ve cómo levantan una horca en el patio de la prisión, cree erróneamente que está destinada a él, huye de la celda por la noche, baja y se cuelga” (Fragmentos póstumos).
“Después de la muerte de un ser humano, irrumpe en la tierra, por un espacio de tiempo y en el ámbito del muerto, una tranquilidad especial y bienhechora. La fiebre terrenal ha cesado, no se ve más cómo continúa el morir, un error parece haber sido solventado” (Cuadernos en octavo).
Franz Kafka había nacido en 1883. Cuatro décadas más tarde, el 3 de junio de 1924, fallece a la edad de cuarenta años. Las navidades anteriores había contraído una pulmonía que le obligó a regresar al conflictivo y terrible hogar paterno. Al agravarse la enfermedad, fue ingresado en un sanatorio cerca de Viena, y allí acabarían los tormentos que le acompañaron en su corta existencia, alcanzando esa tranquilidad especial y bienhechora que tanto anhelaba y que le fue negada en esta vida.