Los revisores

Sergio W. Tenis

Ahogamos un bostezo, apoyamos la frente en la palma de la mano y desdoblamos el primer escrito. En casi todos los casos se trata un texto febril, desesperado, saturado de pachuli. Algunos están sellados con un beso o vienen dentro de un sobre, acompañados por una flor aplastada y seca.

Es fácil imaginar las manos temblorosas de sus remitentes pegándose al papel, humedeciéndolo, arrugándolo, dudando si enviarlo o guardarlo bajo la almohada como un deseo secreto, sólo accesible a los ojos de los dioses.

A los revisores nos ordenan aprobar una carta de cada veinte. Como viejos Eros de biblioteca nos encargamos de evaluarlas y lanzar las pocas afortunadas a los buzones. Únicamente estas elegidas flechas sentimentales harán diana en los corazones destinatarios que, indefensos ante tales arrebatos líricos, recaerán en la trampa conocida como amor romántico.

En efecto, consignamos nuestras vidas a decidir qué cartas de amor lograrán su objetivo y cuáles de ellas serán rechazadas como un inútil intento de apareamiento.

A medida que las eras avanzan y que los humanos reinventan los mismos dramas de siempre, las cartas se han vuelto más escasas. Albergamos la esperanza de que llegue el día en que desaparezcan —los humanos o las cartas— proporcionándonos libertad y muerte. A pesar de esto —o quizás precisamente por esto— los de arriba ajustan nuestros ciclos de descanso de forma tal que en cada jornada nos sepulte la lápida del trabajo acumulado, haya pasado en el otro mundo un día o una década.

Frecuentemente, gracias a que la vigilancia es escasa y a que las más altas esferas permanecen sumidas en el letargo de la burocracia, las elegimos al azar, sin esforzarnos ni siquiera en hojearlas. Estremecimientos de placer recorren nuestros cuerpos al saber que nos ahorramos una tarde entera de tedioso trabajo y que podremos pasarla rememorando los resplandores idílicos de las maravillosas calas situadas al sur de Milos.

Pero esos momentos son efímeros, pues las criaturas que nos torturan dominan el don de la desconfianza y no es raro que nos sometan a auditorías. Entonces el control es estricto y maldecimos a las Moiras por nuestro destino.

Aspiramos a que llegue el siglo en el que nos bendigan como auditores. Nuestras barbas ya son blancas y estamos los suficientemente tristes para cumplir con los requisitos del puesto. Pero la promoción a tal categoría poco entiende de edades o virtuosismos. A la vara evaluadora —fatídica y regulable— la forja a medida el mismísimo Procusto.

Los auditores son demasiado astutos y no dan lugar a engaños ni errores. Exigen no sólo analizar la calidad literaria de cada escrito, sino también interpretar la fuerza de los sentimientos que pretenden transmitir. Nos recuerdan la nobleza de nuestro propósito insistiendo en que somos la chispa divina que reenciende las cenizas de las pasiones.         

Nosotros asentimos atónitos, con la expresión de niños reprendidos que realmente no entienden qué han hecho mal, porque sabemos que nos engañan. Los amores y reconciliaciones iban a producirse de todas maneras. Nuestro trabajo es tan absurdo como irrelevante, pero no sabemos hacer otra cosa y los auditores son conscientes de ello.

Poniéndonos en acción —a regañadientes— invertimos los días apilando en riguroso escalafón pasional cuartillas, octavillas, y hasta blanquísimos y perfectos papiros en los que núbiles de tiempos inciertos redactan sus deseos con notable impericia, pero con una caligrafía perfecta, como si estuvieran usando algún tipo de máquina que escribiera por ellos.

Indefectiblemente los papeles comienzan a amontonarse sobre los escritorios y nosotros desbordados, estresados y al borde de la rebelión nos reclinamos en nuestros asientos, subimos las sandalias a los escritorios, abrimos las ventanas y disfrutamos las caricias del céfiro.

Los auditores, escandalizados ante nuestra actitud, invocan a los suplentes. Todo el panorama cambia cuando estos seres hiperactivos entran abriendo las puertas a las atropelladas. Militan en condiciones inaceptables y por lo tanto anhelan quitarnos el puesto. La oficina se llena con un bullicio que hace pensar en el idioma de las abejas y a nosotros comienza a preocuparnos qué condena —si es que puede imaginarse una peor— nos tocará si somos reemplazados.

Bajo tal amenaza debemos renunciar a nuestra pacífica huelga.

Bajamos los pies del escritorio, saltamos como resortes de las sillas, nos ajustamos las túnicas y recurrimos a nuestra herramienta más refinada. Así es: aguzamos el instinto. Leyendo desde esa nebulosa dimensión sensorial somos capaces de desentrañar los más crípticos significados de cada texto. Entendemos —y eso les costará eternidades a los suplentes aprenderlo— que las cartas más virtuosamente redactadas no son las mejores.

Desandamos nuestros pasos y degradamos aquellas románticas y sinceras al abominable fondo de la pila. En cambio, colocamos arriba otra mordaz, repleta de horrores ortográficos y de bromas nerviosas que no son suficientes como para disimular un deseo tan puro y candente que explota en ráfagas de cinismo, impidiendo ser expresado con palabrería bonita, que al fin y al cabo no es otra cosa que un tipo de palabrería.

Entregamos sin más ceremonia las cartas seleccionadas a los auditores. Ellos, tras escrutarlas detenidamente bajo la lupa de sus gruesas gafas las aprueban con moderada satisfacción, meciéndose las barbas, para después retirarse a sus aposentos en silenciosa fila.

Los suplentes vuelven a sus casas todavía algo excitados por la oportunidad, pero al mismo tiempo cabizbajos al no haber sido capaces de quitarnos el puesto.

Nosotros permanecemos en la oficina hasta que por las ventanas se asoman los dedos de Selene. Todavía nos dura el miedo de la auditoría, pero nos sentimos bien, porque en el fondo sabemos que no volverán a molestarnos por un tiempo y podremos seguir eligiendo las cartas al azar, dejándonos toda la tarde libre para pensar en nuestras merecidas vacaciones en las preciosas calas situadas al sur de Milos.

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