Conspiranazis

Cayetano Tinti

El neologismo “conspiranoico” tiene visos de ser reconocido por la RAE en breve. Propondré otro: “conspiranazi”, para definir a esa masa que acude a teorías grotescas e insólitas para explicar la realidad y acaban derivando en una suerte de mensajes ultras. Llama la atención ver a antivacunas vegetarianos y alternativos manifestándose junto con grupos de extrema derecha. O quizá no es tan sorprendente.

Las teorías de la conspiración falsas no son nuevas ni casuales. Una de las más conocidas es la de “Los Protocolos de los Sabios de Sión” y es, probablemente, la que iniciaría una tradición ya arraigada de “conspiranoia”. Publicados a principios del siglo XX por la Rusia zarista, buscaban justificar los linchamientos de los judíos. La persecución a esta etnia no era nueva en la historia, pero se iba haciendo necesario crear un relato de justificación de las agresiones que consistió en la invención de una conjura judeo-masónica-comunista que buscaba dominar el mundo. De paso, se atacaba también a todos los movimientos revolucionarios o liberales.

Poco después de su publicación se demostró que los protocolos no sólo eran una falsedad, sino que además eran un plagio de unas obras satíricas. Es decir, que el texto original era una broma. A pesar de ello, el relato de conjura judeo-masónica-comunista recorrió el siglo XX y fue repetido hasta la saciedad por todos los regímenes fascistas.

Al contrario de lo que se suele pensar, el nazismo no afirmaba que los judíos fueran una raza inferior, todo lo contrario, era muy listos y había que protegerse de ellos. Frente a su astucia, cabía la fortaleza de la nación y la raza aria. Contra su intelectualidad, se reivindicaba todo lo natural, las costumbres ancestrales, así como los antiguos mitos nórdicos y orientales (no en vano, la esvástica es un símbolo jainista). También, en línea con este estado de paranoia conspirativa, los nazis sentían fascinación por el ocultismo y el misticismo.

Los pensadores Adorno y Horkheimer señalaron que el auge del nazismo se debió, en parte, a la prevalencia de la razón instrumental frente a la razón práctica. La ciencia, en la medida que podía ser útil para el desarrollo técnico, era aceptada por el nazismo. Sin la técnica y la ingeniería, no se podía conquistar el mundo o llevar a cabo métodos de exterminación masiva. Pero la ciencia, como discurso empírico, que se atiene a los hechos y no a las conjeturas, era rechazada. La ciencia, como actividad racional que cuestiona las afirmaciones según los hechos empíricos, era despreciada en pro del ocultismo, el misticismo y el naturalismo. Es decir, el carácter crítico que aporta la ciencia a la ciudadanía fue eliminado en el discurso nazi.

Las teorías conspirativas de dominación del mundo son cada vez más disparatadas. Pero como rezaba el póster del agente Mulder de Expediente X: I want to believe. Ya sea por pereza intelectual o por llevar la contraria de forma sistemática, mucha gente se apunta a la teoría que ese día toque.

En una vida política dominada por las emociones y sentimientos, los discursos sin base científica cada vez proliferan más. Se establece una dinámica donde los hechos y la realidad empírica nada importa. Las opiniones, por muy infundadas o contrarias a la realidad que sean, son sagradas. El corolario es que cualquier teoría difamatoria tendrá todo el amparo legal e informativo. Desde que los inmigrantes acaparan las ayudas públicas, hasta que el feminismo vive de las subvenciones. Es decir, dar cobertura a los pogromos, a los linchamientos.

El filósofo Karl Popper planteaba la pregunta de si en democracia se debe ser tolerante con el intolerante. Quizá el problema no es si la democracia debe ser tolerante con los intolerantes, sino más bien su origen: los bulos, las mentiras, la difamación, la distorsión de la realidad, en definitiva, las teorías conspiratorias.

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